TESTIGO DEL TIEMPO

Exposición personal. Galería Artizar

Mi oración final: Oh, mi cuerpo, haz de mí un hombre que interroga siempre.

Frantz Fanon.

 

Cuando se habla de la obra de Diago (Juan Roberto Diago Durruthy, La Habana, 1971) siempre me gusta recordar —posiblemente por vicio de historiadora y no a modo de anécdota, sino como un dato importante que afirma la genealogía intelectual que le precede— que es nieto de una de las figuras más importante de la vanguardia cubana del siglo XX. El legado de su abuelo, Juan Roberto Diago Querol (La Habana, 1920 – Madrid, 1955), junto a la firma primada de Wifredo Lam, constituye una de las notas más significativas del modernismo pictórico insular; el propio, no el importado desde Europa y donde África aparecía apenas como síntesis en una expresión formalista. De ahí que no resulte extraña la temprana consciencia afrodescendiente que ha animado los imaginarios de Diago para devenir en una agencia política y etno-racial que le ha llevado en un viaje trasatlántico de vuelta donde insistentemente explora las huellas de la diáspora africana, revelando una voluntad de resistencia panafricanista que atraviesa el laberinto del tiempo histórico y la violencia de un silencio impuesto por el sistema mundo moderno/colonial sobre los cuerpos y las subjetividades de las personas esclavizadas y racializadas. 

Una de las maneras de urdir esas conexiones con sus ancestros y el pasado la encuentra Diago en el uso de los materiales, habitualmente lienzos crudos, maderas y metales reciclados, fragmentos de soportes que fusiona a través de ensamblajes y collages donde el rastro de la unión no se intenta disimular en busca de una perfección residual, sino que se deja a la vista para metaforizar la cicatriz, los queloides (el signo que representa el terror del látigo del mayoral sobre las espaldas de los negros castigados en el sistema esclavista de plantaciones). Reside en esa marca el símbolo de la violencia del extractivismo colonial sobre todo un continente, de la ruptura infligida en el seno de comunidades, familias y modos de vida y de conocimiento que forzosamente tuvieron que reconstruirse a partir de las memorias rotas para reconfigurar un saber otro, sincrético e híbrido desde la alteridad de las voces subalternas frente al sujeto masculino blanco occidental, burgués, heteropatriarcal y cristiano. El artista zurce sus telas y a través de ese gesto parece querer recomponer esas memorias dispersas, es el mismo procedimiento con el que trabaja sobre la superficie de metal a través de la soldadura que se traduce nuevamente en cicatriz. Mediante esas metodologías de ensamblaje las composiciones de sus cuadros quedan segmentadas en niveles y áreas geométricas que inevitablemente penetran en la propia historia del arte moderno y de la abstracción para tensionar los diferentes ejes discursivos que se superponen en sus obras a modo de palimpsesto. Resulta imposible cuando estamos ante las obras de Diago no pensar en las operaciones de blanqueamiento que los modernismos europeos ejercieron sobre culturas materiales y objetos cuya función antropológica quedó desplazada por el ejercicio de síntesis estética de los ismos europeos que se sucedieron en la primera mitad del siglo XX.

La investigación estética de Diago bascula permanentemente entre esos falsos binomios que trató de instituir el episteme moderno entre “alta-baja” culturas, “abstracción-figuración”, “tradición-modernidad”. Para este artista, la construcción de la imagen se convierte en una herramienta que interpela cualquier tipo de canon que trate de imponerse sobre el libre albedrío de su exploración en los imaginarios plurales que le nutren. Así, la hechura misma de sus soportes en lienzo, juega con la apariencia ilusoria del fragmento a partir de pequeños cuadraditos de tela que se van uniendo en planos de color para configurar la imagen. La unidad mínima de la imagen digital que articula el píxel es trocada aquí en retazo o parche, recordando esas colchas y mantas creadas por las manos de las abuelas en las noches, cuando los hogares estaban en calma tras la vorágine doméstica del día. Así, alta y baja tecnologías se transforman en un juego de simulacros en la obra de Roberto Diago, como cuando construye sus cajas de luz fotográficas a partir de maderas viejas recicladas de pallets.

Una efigie simbólica encarna ese testigo del tiempo en la obra de Diago, ese personaje que incluso podría asumirse a veces como una suerte de auto-representación del artista y con el que él mismo ha declarado identificarse en diferentes entrevistas. Es esa silueta negra esquemática, donde los ojos en forma de almendra como cauri o caracol se emparentan con Eleguá (el Orisha que abre los caminos en la Regla de Osha-Ifá). Esta figura nos observa desde la profundidad de esas cavidades horadadas en el rostro como ojos; pero no habla, se le ha privado históricamente de una voz que fue secuestrada junto con la riqueza de sus culturas originarias. Voces negras que fueron marginalizadas, excluidas, silenciadas y expulsadas del orden del discurso. Por primera vez en esta exposición Diago lleva ese signo reconocible de sus lienzos a un concepto escultórico tridimensional y se atreve también a incursionar en un material como el bronce. Otras vez el uso de la materia artística nos impele a pensar en otro secuestro, el de los Bronces de Benín que permanecen expuestos en los museos occidentales como testimonio de la usurpación colonialista.

 

Sin embargo, es tal vez esa voz latente, que permanece indómita en la memoria de la diáspora africana la que se replica en cada una de las piezas y fragmentos de madera que conforman esa gran escultura-lengua que semeja una esterilla como la que se suele encontrar en las habitaciones sagradas donde los sacerdotes de Ifá o Babalawos llevan a cabo el proceso adivinatorio de Ifá. En ese lugar y sobre un manto de fibra se interpretan los mensajes de Orula, Orisha del conocimiento. Allí se invocan los antepasados y los muertos y la lengua Yoruba vuelve a resonar con toda su potencia decolonial. Es en la práctica cotidiana y actualizada de las tradiciones de ascendencia africana donde el cuerpo negro deja de ser un testigo mudo del genocidio colonial, entonces su voz emerge como un grito que atraviesa el sordo laberinto del tiempo histórico para declarar la pujanza de las agencias políticas afrodescendientes que ni la esclavitud ni el racismo han podido doblegar.

 

Suset Sánchez Sánchez.