Diago, entre nosotros, otra vez

Diago, entre nosotros, otra vez

Cualquiera que fuese el rasgo distintivo de las obras que integran la exposición que inauguró Roberto Diago en la galería Villa Manuela, de la Uneac, lo cierto es que el disfrute por el numeroso público admirador de este joven artista no se hace esperar.

Una modernidad desenvuelta y esencial a su lenguaje plástico caracteriza el mundo de un artista que, más allá de haberse formado en el seno de una prestigiosa familia de orfebres –incesantes cultivadores de diversos géneros–, recibió el entrenamiento académico de la enseñanza artística nacional. De modo que tanto la familia como la conciencia de pertenecer a un barrio, han marcado su esencia, que hoy degustamos con deleite.

No por azar, me detuve un buen rato frente a la pequeña cartulina inspirada en la estética de Loló Soldevilla –amiga de su abuelo–, gran plástica nuestra que introdujera el arte cinético en nuestro ámbito, a fines de la primera mitad del siglo xx. Loló nunca pudo prescindir del primer gran Diago –inmenso abuelo de este–, no solo por la sabiduría de su factura, sino por su devota práctica de una innovación no exenta de la angustia que nuestras pequeñas sociedades generaron, sobre todo en tiempos coloniales. 

Ese camino lo ha seguido su heredero, Roberto Diago, quien convierte en sueños ciertas pesadillas cotidianas, a través de una imaginación que nos pone frente a los repartos habaneros, revelándonos sus secretos y esa maravilla que sus habitantes despliegan cuando buscan un mundo mejor. Porque músicas, o pinceles, han sido los alimentos habituales de este niño pintor cuya expresividad nos ha deslumbrado desde su nacimiento.

En Homenaje, una excelentísima muestra del genio de ese tesoro familiar –para nada escondido sino depositado en las manos de uno de sus últimos herederos–, Roberto Diago revela al espectador no solo la capacidad de resistencia de un holocausto aún por estudiar en sus detalles, sino el talento mediante el cual el arte puede observar, y plasmar, una historia más que aleccionadora. Así lo demuestran piezas como Un barco me trajo (2020), La piel que habla (2015) y Preso (2020). A lo largo de los años, Diago ha podido sedimentar un oficio inigualable, de excelencia sin par,  porque ha cultivado casi todas las formas: el dibujo, el pastel, pasando por la acuarela hasta llegar al dominio del collage, por ejemplo, en una pieza donde canta la madera para acuñar lo cotidiano y, tal vez, el fructífero quehacer doméstico de su abuela Josefina Urfé, a quien rinde tributo. Así ocurre en Paños mágicos, donde se cumple la definición de Virginia Alberdi cuando nombra a la muestra como un Cubano Spiritual.

El imaginario que aquí recoge Diago recuerda aquella reflexión que alguien, durante los años 70, nos trajera como una estrella caída del cielo y que reza: «El arte no tendrá patria, pero los artistas sí».

Texto: Nancy Morejón | GRANMA