Juan Roberto Diago Durruthy: La cicatriz como historia y sanación

Juan Roberto Diago Durruthy: La cicatriz como historia y sanación

a Ariel Ribeaux

1.

La entrada a la exposición The Past of this Afro-Cuban Present, de Juan Roberto Diago, abierta al público en el Lowe Art Museum de la Universidad de Miami, es como un rito de pasaje. La pared de acceso, que es una suerte de túnel, ha sido tapizada con listones de madera reusados de procedencia diversa, unas veces en organización vertical, otras horizontal. Los colores y el estado de vetustez varían. Entre los matices naturales de la madera ajada que parecieran emular con un Pantone key de todos los colores de piel posible, saltan al ojo azules esmeraldas, y rojos sangrantes, y blancos imposibles salpicando la mirada y la memoria.

Las dimensiones de los listones que invariablemente se ven forzados a coexistir como piezas de un rompecabezas encajando cada una en la otra, son disímiles. Cada elemento, sin embargo, conserva su propia autonomía y, por ende, su propia historia, como esas banderas asafo procedentes de Ghana. Y es que De la Serie El Rostro de la Verdad (2013), que es la instalación en cuestión que abre la muestra, no es sino una sobrecama de parches inmensa, donde las tiras de colores contrastantes, acompasados en patrones rítmicos como tambores Ifá, nos lleva indefectiblemente de la mano a la tradición de las sobrecamas afroamericanas de parche, como perfecto punto de comunión para adentrarse en esta muestra donde identidad, resistencia y diáspora, marcan el recorrido.

En la antesala que lleva a la muestra, El Lowe exhibe un flamante Frank Stella. La crítica ha tratado en más de una ocasión de empujar esta parte de la obra de Diago hacia el minimalismo. Un ejercicio harto retorcido por donde quiera que se mire. Asumo que la dolencia viene, de un lado, de esa patética necesidad que todavía arrastramos de ponderar una obra a partir de los ismos del mainstream. Las razones principales para este entuerto son dos que al final son una: de un lado, la identificación y validación de una propuesta a partir de una etiqueta fácilmente reconocible; del otro, su inserción en el mercado. El riesgo insalvable en este tipo de extrapolación es el vaciamiento de sentido de la obra en cuestión, su blanqueamiento, lo que en el caso de Juan Roberto Diago sería como la última estocada del destino.

Si algún asidero artístico hubiera que buscar, este sería ese cauce de artistas contemporáneos que, como mismo Diago, socaban de a poco, como gota de agua persistente, el eufemismo de una sociedad poscolonial “igual para todos” que cínica, elude –al tiempo que reafirma de hecho- el flagelo discriminatorio y las agudas tensiones raciales que marcan la era contemporánea. Siendo así, la obra de Juan Roberto Diago entronca con voces como Faith Ringgold, Barbara Chase-Riboud, Robert Colscott, David Hammons, Kerry James Marshall, Carrie Mae Weems, Toyin Odutola, Chris Ofili, Martin Puryear, Lorna Simpson, Yinka Shonibare, Kara Walker, Kehindle Willey, Rashid Johnson o Purvis Young, por tan solo mencionar unos cuantos.

Curiosamente, el título de la obra de Stella ubicada en la antesala de El Lowe (Le Neveu des Rameau, 1974, from de Series Diderot) que se aviene más al denominado Post-painterly abstraction que al minimalismo, nos lleva de la mano a ese momento histórico crucial que está en la base del nacionalismo moderno: el Iluminismo.

El saber ilustrado, con sus estandartes de igualdad, libertad y fraternidad y los conceptos de nacionalismo, liberalismo y democracia, presupone el nacimiento de ese estado o nación de ciudadanos soberanos y libres. Este presupuesto, que es la base misma de la nación moderna, amordaza de antemano cualquier voz disidente que pruebe, en definitiva, el punto flaco o el simulacro que soporta dicho postulado.

En el caso cubano, que no es excepción, la construcción estratificada de identidades raciales inamovibles provenientes del aparato colonial (blanco, criollo, mulato, negro) fueron y son afianzadas por un discurso homogeneizador de nación construido sobre la base de estructuras patriarcales y el mito de la superioridad blanco-europea. Bajo el pretendido manto de igualdad que esconde el eufemismo de nación multicultural, dicho discurso hegemónico y excluyente, destierra toda posibilidad de discusión en torno a la desigualdad racial, condenando una de las áreas más sensibles de la sociedad cubana al ostracismo y la invisibilidad.

Es aquí, justo, donde se ubica el protagonista de la obra de Juan Roberto Diago.

2.

El género del retrato tiene gran peso dentro de la obra de Juan Roberto Diago. No es casual. El retrato es el género de autoafirmación y empoderamiento por excelencia de la Historia del arte. Asociado históricamente a funciones ideológicas (religiosas, políticas o económicas), el retrato busca el enaltecimiento del sujeto retratado en cuestión a partir de los atributos y alegorías que lo acompañan.

Podrían distinguirse, tres tipos fundamentales de retrato atendiendo al número de personas que le integran: individual, de grupo y autorretrato. En el caso de la obra que nos ocupa, asistimos a los tres en uno, puesto que el retrato aquí es una suerte de entelequia. En tal sentido, podemos hablar no de un retrato fisonómico sino de un retrato psicológico. Lo esquemático de los retratos de Diago dado por el carácter en extremo sintético de los mismos, puede ser únicamente emparentado con el humano en tanto género. Si pudiéramos hablar de un retrato tipológico –y me aventuro a decir que este es el acaso-, asistimos justo a su antítesis que en el caso de la obra de Diago, deviene afirmación.

El retratado no exhibe ningún atributo que denote su condición social (tal vez justo porque el retratado es un desclasado o porque el autor no está interesado con la identificación a estereotipos que sentencian y confinan). Sus hombros están desnudos, la cabeza limpia y el semblante inexpresivo. La figura pareciera atemporal. La frontalidad del rostro interpela y, sin embargo, los ojos a modo de cuencas vacías (podríamos aducir puntos de confluencia con los denominados “ojos de café” u “ojos de cauri”) parecen absortos en si mismos. El rostro, invariablemente está desprovisto de boca, lo cual enfatiza el protagonismo de la mirada: seres que todo lo ven y sin embargo están privados del habla. Los retratados de Diago, con su mutismo y dignidad, parecen Atlantes sosteniendo el peso del mundo.

En el vestíbulo del Lowe, Sin Título, 2011, recibe al visitante. La pieza es sobria, suficiente. El cuadro se compone de dos lienzos crudos, uno encima del otro, que se empatan justo al centro, atravesando la figura allí donde la costura deviene mordaza, justo en el horizonte del cuadro, a donde se dirige nuestra mirada.

Concebida únicamente en blanco y negro, el retrato emerge por contraste en una composición donde únicamente ha sido trabajado en color negro el espacio negativo. La figura que se ofrece como un cáliz (o nganga) en un primerísimo plano, es espacio pictórico vacío. La asociación inevitable con los mecanismos de deculturación, si bien pertinente, podría achatar el alcance de esta obra que es una declaración de artista y donde el cuidadoso rejuego entre elementos compositivos: espacio positivo-negativo, negro-blanco, y arriba-abajo, apunta al concepto filosófico del dualismo (el ying-yang) donde fuerzas aparentemente opuestas o contrarias son, en definitiva, factores complementarios que solo pueden existir y sostenerse entre sí en la medida en que se relacionan y reconocen como alteridades interdependientes.

El dualismo desempeña un papel primordial en el retrato de Juan Roberto Diago que presupone un ejercicio circular de causa y efecto, donde víctima y victimario son agentes activos e interactuantes de un ciclo renovado y constante de expoliaciones que se repite en halo fatídico. De ahí que el retrato sea también atemporal: una especie de ritournelle donde en unidad antinómica, el victimario está contenido en la víctima que reclama como suyo ese espacio de representación y poder que tradicionalmente lo excomulga.

En este juego de suplantaciones donde la atmósfera queda puede cortarse con un cuchillo, la inmovilidad y el mutismo tensional que son imposibilidad (consecuencia del status quo imperante que no exonera sin embargo a la víctima), plantean el verdadero dilema. El retratado ha pasado ya por múltiples progresiones dramáticas. Ha intentado, acción tras acción, ese cambio de giro de la historia que lo devuelve siempre al comienzo que es, sin embargo, también el límite. En esta zona liminal, el protagonista de Diago es por primera vez autoconsciente, renuncia a todos los estereotipos y se dispone a ese cambio definitivo que es el derecho a existir. Asistimos justo al clímax del conflicto.

Como contraposición y complemento a estas figuras-entelequias, aparece la serie de cajas de luz en las que el artista comenzara a trabajar a principios del milenio. De esta serie, la muestra que nos ocupa, expone cuatro ejemplares: Yo te quiero (2002), Obbatalá siempre, Amigas (ambas 2005) y Mi risa (2008).

En todos ellos, lo primero que sobresale es la actitud espontánea del sujeto retratado, captado en su cotidianeidad y en espacios abiertos. A fin de reducir su intervención al máximo, el artista ha pedido a los protagonistas que titulen ellos mismos la obra. Las fotografías resultantes, montadas en cajas de luz son encuadradas por un marco hecho a base de remiendos: listones de madera reusados, extraídos del propio entorno que habitan los personajes retratados.

En su Meditación sobre el marco, Ortega y Gasset aducía al marco como objeto neutro cuya función primordial es marcar el limite entre la ficción encarnada en el cuadro y el mundo real. En este caso asistimos al efecto contrario: el marco busca reivindicar al retratado y reintegrarlo al espacio real, funcionando el marco como puente hacia la realidad y no como espacio limítrofe. No en balde, la serie comparte la sala con piezas donde el material (metal y madera fundamentalmente) dominan el entorno.

3.

Animado –y urgido- por la inmediatez de la realidad que lo circunda, la obra temprana de Juan Roberto Diago se adentra en el paisaje. Le interesa su entorno, el medio ambiente y la compleja dinámica de las relaciones sociales e interpersonales.

Esta primera etapa que podríamos localizar en la década de los años noventa y primeros años del nuevo milenio se inscribe en un momento de recrudecimiento de las contradicciones latentes en la realidad isleña que desprovista de golpe de los asideros externos que apuntalaban la economía y la sociedad cubanas, afloran descarnadas. Tras la caída del socialismo en el centro-este europeo y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1991, Cuba, despojada de los subsidios, ve colapsar su dependiente economía de manera estrepitosa, hecho solo comparable con el período de La Gran Depresión, momento primero que marcó la crisis del modelo neocolonial en la isla.

El segundo momento que evidencia esta crisis estructural de este modelo está localizado justo en el denominado Período Especial en Tiempos de paz (1990-2006) que ponía en evidencia lo fallido de un sistema construido sobre la base de una economía cuasi mono productora y mono exportadora, todavía basada principalmente en el azúcar y el níquel. Tampoco se había avanzado mucho en materia social. Las contradicciones sociales y raciales hasta entonces acodadas por el eufemismo de una plataforma ideológica igualitaria fallida, se agudizan haciéndose evidentes.

El tema racial en Cuba fue desterrado por decreto de la palestra pública. Resumido en la constituciones del 1902, 1940 y del 1976 a disposiciones legales que eliminaban la discriminación por motivo de raza y color, ninguna de las referidas Cartas magnas propuso una acción afirmativa consciente que desde un enfoque poscolonial contribuyera a la efectiva integración de un sector poblacional históricamente excluido y al desmantelamiento de todos los estereotipos y prejuicios en torno al negro arrastrados desde la colonia. Una vez debilitados los mecanismos de subsidio a la población que se ven reemplazados por la dependencia de remesas del exterior, el incremento del turismo y el desarrollo de la pequeña empresa como parte de las reformas económicas a las que se ve forzado el país, se hace evidente el subterfugio de “una nación para todos.” Aun así, el tema racial sigue siendo tabú en la isla, a pesar de la creciente pujanza de intelectuales cubanos que desde la década de los años noventa debaten y teorizan acerca del carácter epistemológico de la problemática racial en Cuba.

Diago crece en Pogolotti, barriada de extracción popular ubicada en el municipio Marianao. El origen de Pogolotti se remonta a principios del siglo veinte cuando en julio de 1910 y por acuerdo del Congreso se aprueba la construcción del primer barrio obrero en Cuba. Sin embargo, muchos de los trabajadores tabacaleros a los que iba destinado el proyecto no se sintieron agasajados por una barriada que sufrió de flaquezas esenciales como la carencia de transporte, calles pavimentadas, electricidad, agua potable y alcantarillado hasta muy avanzada la República. Paulatinamente, el barrio se puebla de sectores muy humildes y se va conformado la composición de Pogolotti como barrio pobre y mayoritariamente negro.

La barriada había sido denominada Redención. El eufemismo que refería al cometido del proyecto en tanto redención de las desventajas sociales predominantes en la capital y eco de ese sueño redentor de Maceo y Martí, nunca prendió. Eso si, todavía como afrenta histórica sobrevive la primera piedra del barrio, colocada en 1910 por el entonces presidente de la república José Miguel Gómez. El hecho es sintomático, cuando justo bajo su presidencia se suceden dos eventos que desde tan temprana fecha confinaran al negro a parajes de exclusión. Me refiero a la Enmienda Morúa (2010) que eliminó por decreto la posibilidad de ningún partido político basado en la raza y dos años más tarde, en 2012, a la masacre de los Independientes de Color. Nada queda, sin embargo, de la de Quinta San José, donde escribiera El monte la etnóloga Lydia Cabrera. Se dice que una vez demolida la quinta, muchas de las maderas fueron recuperadas por vecinos del lugar que urgidos por la necesidad material las incorporaron a sus modestas viviendas.

Es justo en este contexto de marginalización, negación histórica y reciclaje que afloran los primeros paisajes de Juan Roberto Diago, cuya obra podríamos calificar como residual. No creo que haya mejor término.

Me resisto conscientemente a buscar ningún asidero conceptual para la obra de Diago en los ismos del arte. La razón se desprende de la intensión misma de un artista que si bien asume el soporte visual como viabilidad de su propuesta, lo que la define y la hace válida es su valor en tanto testimonio de resistencia cultural. Siendo así, esta reticencia mía responde aquí a la renuncia a ese acto de “domesticación” que significa amordazar el discurso del otro con un léxico (y una ideología) impuesto desde el discurso hegemónico y paternalista que reproduce esos mismos cánones eurocentristas y heteronormativos que han históricamente excluido, folclorizado y edulcorado el discurso subalterno en un nuevo acto de subyugación y voluntad higienista.

Al hacer la análisis de los diferentes elementos aprovechables del pasado que se integran al proceso cultural contemporáneo y su relación con la cultura dominante, Raymond Williams define lo residual como ese elemento proveniente del pesado pero activo en el presente y advierte que “ciertas experiencias, significados y valores que no pueden ser expresados o sustancialmente verificados en términos de la cultura dominante son, no obstante, vividos y practicados sobre la base de un remanente”. (Marxismo y Literatura: Oxforx,1977)

Es justo aquí que se emplaza la obra de Juan Roberto Diago, en esa zona residual cuyo carácter es alternativo o, incluso, oposicional con respecto a la cultura dominante. De ahí, también, la doble carga simbólica del material empleado. Sus paisajes tempranos son una suerte de arqueología urbana que devuelve a la palestra pública (a través del espacio oficial que es la galería) pasajes excluidos, personajes marginados, voces silenciadas. Su paisaje se nutre de los mismos materiales pobres que se reciclan una y otra vez en las barriadas pobres.

Esta necesidad de apego al material que en el caso de Diago no es un impulso meramente formal o gestual ha llevado también a equiparaciones con lo matérico. Sin embargo, a diferencia del interés meramente artístico del arte matérico donde los elementos autónomos provenientes de la realidad buscan la libertad plástica absoluta a través de la disolución del espacio pictórico tradicional y lo ilusorio en el arte, Diago sigue enfrentando el arte como medio estrechamente vinculado a su entorno.

Cuando Diago usa el metal, la madera, o el saco (ver Un pedazo de mi historia, De la serie Yo tengo mi historia, ambas 2003 y Autorretrato, 2000), no lo asiste la materialidad pura de Fautrier sino el peso histórico ineludiblemente asociado al material en cuestión. Cuando raja una tela (Serie heridas, 2015), no lo asiste el impulso de búsqueda de una nueva espacialidad para el medio pictórico que a Fontana, sino el tajazo todavía abierto a través de los siglos.

El material (yute, madera, hierro, cemento, soga, botellas, neumáticos) en su cualidad representacional y simbólica, deviene así protagonista de esa cultura residual donde el mito, la cultura y la historia de los sujetos marginados que habitan ese entorno reivindican su derecho a existir. El material es portador esencial del esa cultura residual, de una historia edulcorada y eludida por la cultura hegemónica y su objetivo esencial es el del médium: dar voz al silenciado y sentarlo así a la mesa de negociaciones para reintegrarlo a un diálogo constructivo de la identidad cubana contemporánea.

En este sentido, la obra de Juan Roberto Diago emparenta más con la de Anselm Kiefer. Ambos están obsesionados en la carga espiritual del material en su capacidad de evidencia histórica. Ambos auscultan zonas tabús dentro de la identidad nacional. Les asiste la carga histórica y narrativa del material que es asumido como componente emocional y psicológico.

Al uso del material le secunda la palabra. La voz del protagonista marginado no puede llegar sino a través del grafiti. Ese grito sigiloso y furtivo, de carácter anónimo, apurado, las más de las veces nacido en medio de la noche en gesto clandestino como transgresión y protesta. “Mi historia es tu historia”; “España, devuélveme mis dioses”; “Difícil no es ser hombre, es ser negro”; “Negro 100%”; “Yo soy del monte”; “Yo soy mi raza”; “El poder no se regala, se lucha” y “Mis muertos”; son algunos de los alegatos asfixiados por la historia oficial y devueltos al mainstream a través de la pintura de Juan Roberto Diago en ese persistente escrutinio de la historia que reivindica al negro invisibilizado y silenciado.

En ocasiones, la barriada marginal (esa suerte de sobrevivencia del palenque), se sale del suburbio al que está confinada e invade la galería. Tales son los casos de El poder de la presencia, 2006, y Ciudad en ascenso, 2010. En esta última, la maraña de casitas improvisadas, una sobre otra, se trepa como hiedra por las paredes y se adelanta haciendo suyo el espacio. Uno está obligado a avanzar, abriéndose paso entre la madera reciclada y carbonizada; eco de esa misma tea incendiaria que prefiere arrasar con todo para empezar de cero antes que rendirse al enemigo. El título de la obra alude a la situación creciente de la pobreza y la marginalización en la isla que lejos de desaparecer se reproduce como virus y evidencia un sistema fallido.

Lograda la fusión entre la voz y el material, la obra de Diago va depurándose del elemento narrativo explícito. El material en si mismo ya está cargado como una prenda. Entonces, el formato se agiganta. La superficie áspera es la más de las veces construida a base del fragmento. Telas pegadas o cocidas donde se impone la sutura (De la Serie El Poder de tu Alma, 2013); metales soldados donde sobresale la rebaba (De la Serie Variaciones de Oggun, 2013, y Huella en la Memoria, 2015); fragmentos de madera claveteados o zurcidos con alambre (De la Serie El Rostro de la Verdad, 2013 y El paño mágico, 2019) van reconfigurando una nueva poética de lo fragmentario.

Dentro de este cuerpo de obras el acento recae en al vasto campo de la superficie accidentada reconstituida a partir del límite físico del fragmento. El desplazamiento del espectador, atraído por ese efecto de push and pull incentivado por la luz que genera una rítmica atonal, es absorbido por las dimensiones y pulsación de la obra que lo contiene en diálogo íntimo. En esta tónica se emplazan series definitivas como Entre líneas, 2012, La piel que habla, Visiones compartidas, ambas 2014, Heridas, 2015 y Burundanga, 2017.

El fragmento alude aquí a la capacidad de remiendo. A esa acción necesaria de volver a unir o articular el tejido social roto y subsanar una herida. Es por ello que el real protagonista de estas piezas es la sutura: ese acto consciente de asistencia para la reparación del cuerpo –y del alma-. Asistimos entonces a un acto de sanación y regeneración que solo es posible a partir de esa cicatriz que es la memoria.

Siendo la piel ese órgano protector, frontera entre el yo y el otro, entre el yo y el medio ambiente, la cicatriz –el queloide- es asumido como escarificación y no como escarnio, orgullo de pertenencia e identidad cultural.

Como la técnica japonesa del kintsugi que celebra la dialéctica de la totalidad y la fragmentación, Juan Roberto Diago en vez de esconder las fisuras, las acentúa y las celebra. Portadoras de una historia vital, no basta con reconocerlas sino que es necesario sanarlas a través del diálogo franco, con dedicación y afecto, y en ese proceso hacerlas visibles a fin de nunca olvidarlas.

La cicatriz resultante de este acto de sanación exhibe una belleza auténtica insustituible puesto que ella encarna un peso histórico que fortalece al objeto original (esa nación resquebrajada) y la convierte -si la sanación es posible- en guerrero del tiempo. Es justo esta prueba de resiliencia a la que esta advocada la nación cubana de hoy.

Janet Bate