Roberto Diago: en su justo lugar

Roberto Diago: en su justo lugar

Orlando Hernández

Todo tiene su historia, sus antecedentes, su árbol genealógico. No hay rama sin la existencia de un tronco que la sostenga, que la sustente, que la haga crecer. Sobre todo cuando se trata de un tronco con fuertes y largas raíces. Juan Roberto Diago Durruthy (La Habana, 1971) proviene de una vieja familia de artistas e intelectuales negros cubanos cuyas referencias se extienden hacia atrás en el tiempo y se hallan muy bien documentadas. Pero antes de continuar, quizás valga la pena desviar un momento nuestra atención hacia esta manera de anteponer la identidad racial a la identidad nacional –o al menos de incluirla-- en frases como ésta: “familia de artistas e intelectuales negros cubanos”,  ya que su uso todavía constituye una especie de tabú dentro de muchos de nuestros discursos orales y escritos, probablemente por temor a incurrir en expresiones discriminatorias o racistas. Entre nosotros, la identidad racial (la referida al color de la piel) es subsumida habitualmente en la definición más amplia y genérica de ser cubano o cubana, haciendo invisible esta otra forma de pertenencia que es exclusiva de las familias y personas negras y mulatas de Cuba, con toda la carga social, cultural, histórica que dicha pertenencia conlleva. Eludirla es entonces negar o pasar por alto la particularidad y la importancia de todo lo que contiene ese archivo. Y ese archivo resulta verdaderamente importante en el caso de Diago.

Volvamos de nuevo al inicio. Esta vieja familia negra cubana a la que pertenece Diago Durruthy tiene como su figura más prominente –al menos dentro del ámbito de las artes visuales-- al abuelo paterno del artista, de quien hereda no solo el primer apellido, sino sus dos nombres: me refiero al pintor y dibujante Juan Roberto Diago Querol (La Habana, 1920 - Madrid, 1955), quien fue uno de los más renombrados artistas cubanos modernos de los años 40-50[I]. Diago Querol fue hijo del virtuoso violinista Virgilio Diago Leonard (Tampa, Cayo Hueso, 1897- La Habana, 1941), violín concertino de la Orquesta Sinfónica de La Habana, y uno de los más notables ejecutantes de este instrumento en Cuba[II]. En 1949 Diago Querol contrae matrimonio con Josefina Urfé, hija del también célebre músico José Urfé González (Madruga, La Habana, 1897- La Habana, 1957), clarinetista, profesor y director de orquesta y banda, y compositor, entre otros, del conocido danzón El bombín de Barreto[III]. Otros músicos e investigadores musicales forman parte también de esta familia, como Orestes Urfé González (Madruga, La Habana, 31 de octubre de 1922- La Habana 9 de marzo de 1990), y el hermano de Josefina, el musicólogo Odilio Urfé (Madruga 1921- La Habana, 1988)[IV]. Este último acostumbraba a visitar su casa con frecuencia junto a otras personalidades como Ignacio Villa (Bola de Nieve) o José Lezama Lima, por citar solo dos ejemplos célebres. De manera que desde niño Roberto Diago Durruthy vivió rodeado no tanto por la presencia física de estos creadores, algunos de ellos ya para entonces fallecidos, sino por sus historias y anécdotas, así como de los numerosos libros, cuadros y objetos artísticos de su abuelo pintor, de su álbum de fotos y recortes de prensa. Sin duda alguna, la proximidad espiritual de su abuelo terminaría a la larga por marcar su futuro. Su propio padre, Virgilio Diago Urfé, quien durante años ha realizado una importante labor como periodista cultural, tanto en la prensa escrita como en la TV nacional, forma parte también de este legado. Pero el joven Diago es el único (hasta el momento) que ha continuado la línea hereditaria de la creación visual, a diferencia de la secuencia mucho más nutrida de músicos y estudiosos de la creación musical.

Pero a Diago le gustaba más la natación y el béisbol, como confiesa durante una magnifica entrevista realizada por el periodista y crítico de arte David Mateo[V], y gracias a su abuela Josefina, quien lo matriculó en los cursos para niños impartidos en el Museo Nacional de Bellas Artes, fue poco a poco interesándose en las artes plásticas. “Podrás imaginar lo que significaba vivir en un barrio marginal como el de Pogolotti, vinculado a una población de bajo nivel cultural, codearme con un grupo de muchachos de la calle, algunos de los cuales todavía mantienen estrechas relaciones conmigo, y que te agarren de la mano y te lleven a un contexto diametralmente opuesto como el del Museo”[VI] Este doble background, mezcla de “culto” y “popular”, de “elitismo” y “marginalidad”, ha sido sumamente importante para la carrera artística de Diago y también para la formación de su personalidad. Estoy convencido de que esto ha dotado a sus temas, a su lenguaje y al contenido crítico de muchos de sus discursos, de un alto grado de credibilidad más allá de lo convincente que puedan resultar su originalidad y calidad estética. Uno puede descubrir detrás de sus obras esa especie de doble compromiso con esos dos contextos socio-culturales de los cuales proviene y que aportaron ingredientes distintos, pero igualmente enriquecedores.

Su carrera comenzó como pintor, pero con una gran tendencia hacia lo textural, lo matérico, lo volumétrico, ya que en realidad su formación académica había sido esencialmente escultórica, de ahí que haya empleado en sus obras, además del dibujo, la pintura y la fotografía, muchos materiales y técnicas provenientes de la escultura, como el cemento, la madera, el hierro y desde luego, la tela de yute, las sogas, las güiras, entre otros. Y como le sucedió a otros artistas de su generación interesados en abordar de  manera crítica en sus obras las relaciones raciales, es decir, la desigualdad, la discriminación racial contra el negro, estas preocupaciones no aparecieron desde el inicio, sino que fueron parte de un proceso de maduración e interiorización personal de dichos problemas, así como de estímulos recibidos en su entorno, y gracias a la lectura de textos sobre el tema que por aquel entonces (mediados de los 90´s) comenzaron a aparecer en unas pocas publicaciones cubanas. Su obra formó parte de la conocida exposición Queloides, celebrada en la Casa de África en 1997, la cual constituye –más allá de su modesto carácter local-- un crédito artístico y ético importante que señala su compromiso artístico con la problemática del negro en Cuba. Desde entonces su obra ha sido una de las más consecuentes y enérgicas (junto a las de Manuel Arenas, Elio Rodríguez, Alexis Esquivel y Armando Mariño) en comentar este tema desde el arte utilizando todos los recursos a su alcance. Y sus críticas han sido hechas en muchos casos de manera directa, muy osada, es decir, “con todos los hierros”.  

Antes de referirme a las obras más recientes de Roberto Diago (o que aún eran recientes cuando comencé a escribir o reescribir este texto), me gustaría comentar algunas de las que produjo entre el año 2000 y 2008 y que actualmente pertenecen a la Colección von Christierson, de Londres. Son obras que en su momento fueron vistas en Cuba, pero que al no estar presentes físicamente en nuestro contexto quizás merezcan una nueva visita, un nuevo vistazo. Estos comentarios aparecen recogidos en el catálogo de dicha colección, que exhibimos bajo el título de Without Masks: Contemporary Afrocuban Art primero en Sudáfrica (Johannesburg Art Gallery, 2010) y luego en Canadá (Museum of Anthropology, UBC, Vancouver, 2014)[VII].

-España, devuélveme a mis dioses, 2000

Desde su aparición, esta obra de Roberto Diago resultó muy polémica. Tanto por su formulación plástica como por sus mensajes. En primer lugar la obra combina dos declaraciones contundentes, una de carácter religioso y otra de carácter “racial”. Ambas están escritas en la tela con la brutalidad de los grafitis callejeros, a toda prisa, como mismo se expresan en los muros las denuncias políticas, sin preocuparse mucho por lo estético, y en ese sentido no creo que se hallen muy emparentadas con los grafitis de la cultura hip hop, como a menudo se ha dicho. La primera escritura aparecida en el cuadro es una demanda a primera vista extraña, desproporcionada, quizás absurda, ya que en realidad ni España es ya nuestra metrópolis colonial, ni nunca logró llevarse a los dioses africanos de Cuba, sino que más bien trajo los suyos y reprimió y censuró a todos los restantes. Quizás haya que interpretarlo entonces como un reclamo retrospectivo, donde  el artista se sitúa en la lejana posición de sus ancestros, de aquellos africanos que fueron despojados abruptamente de sus religiones nativas para ser traídos a Cuba como esclavos. O quizás se trate de un comentario desdeñoso sobre el llamado “sincretismo” religioso, ya que la presencia de identificaciones y homologías entre orishas africanos y santos católicos ha hecho perder de vista que, al interior de los rituales, el contenido principal de estos cultos siempre ha sido y continúa siendo esencialmente africano. De manera que la “devolución” solicitada pudiera hallarse dirigida a la restitución de aquel status originario africano donde los santos católicos aún no intervenían y que poco a poco fueron robando protagonismo (al menos nominalmente) a los orishas. La segunda escritura apenas merece comentarios. Es más clara que el agua: “Difícil no es ser hombre, es ser negro”. Una “dificultad” que, a pesar de todo, aún continua vigente en Cuba y en el mundo.

Los materiales empleados en el soporte y en especial el detalle central aparentemente “abstracto” son los que me resultan más sugerentes en esta obra gigantesca con que Diago inaugura el segundo milenio, a pesar de que su talla nos parezca ahora menos monumental que entonces debido a la presencia de obras suyas de mayores dimensiones. “Abstracta”, porque quizás la información de dicho detalle resulta menos legible que la que aparece en los enormes textos. Con respecto a los materiales, el saco de yute es un envase que en Cuba siempre ha estado relacionado con el azúcar, con la producción azucarera, en la cual en tiempos coloniales se empleó la mano de obra del esclavo africano y de sus descendientes, de manera que su empleo en sustitución del lienzo blanco (proveniente de la tradición artística europea) es una clara impugnación de orden cultural y etno-racial. Su uso artístico constituye un claro mensaje de desobediencia, de insubordinación, de “cimarronaje”. Pero en este caso, habría que observar que no son sacos cubanos, sino africanos, provenientes de Ghana, los cuales fueron utilizados no para el envase de azúcar, sino de café. Los sacos africanos poseen, según ha confesado el artista, una “carga simbólica”[VIII] adicional debido a su procedencia. Pero esta sustitución (de país, de producto) genera a su vez nuevos enlaces de significado –especialmente en el público cubano-- que podría relacionar al café con el negro, con el afro-descendiente, no sólo por su color sino también por un estereotipo que implantó la canción “Mamá Inés”, interpretada por el famoso músico negro Bola de Nieve y una de cuyos estrofas dice: “Ay Mamá Inés, todos los negros tomamos café”. Y a cuyo estereotipo Roberto Diago ya ha contestado con una obra titulada “Todos los negros no tomamos café”, 2002.

Con relación a los expresivos amarres y nudos textiles situados en el centro del cuadro, se aprecia que todavía son enlaces toscos, que no se hallan bien establecidos, y que quizás expresen la vinculación o entrelazamiento entre la población blanca y la negra, o entre la cultura de origen europeo y la de origen africano, representadas por las tiras de lienzo blanco y de saco de yute. A pesar de la contesta o del reclamo general que se plantea en la obra, hay un ingrediente inconsciente que expresa la inevitabilidad y necesidad de esa unión, de que cualquier solución tendría que implicar la unión de negros, mulatos y blancos. Esos entrelazamientos textiles, sin embargo, también remiten a una práctica religiosa afrocubana de origen kongo que los practicantes de Palo Monte conocen como “nkanga” o “amarre”, y que se utiliza simbólicamente para unir cosas, ya sea a una pareja con desavenencias o para asegurar y proteger místicamente el espacio donde debe celebrarse una ceremonia. La referencia religiosa afrocubana no es nunca descartable en la obra de un cubano, mucho menos en Diago, aunque en sus obras lo religioso nunca haya tenido una presencia importante, al menos de manera evidente. ¿Son acaso estos “amarres” una forma de asegurar la unión entre todos los sectores de nuestra sociedad, de intentar la tan ansiada pero nunca alcanzada armonía racial que nos proporcionaría esa nación “con todos y para el bien de todos” de que hablaba José Martí[IX]? Hay desde luego un comentario del propio artista que no podemos descartar y que propone estos amarres como la representación de los huesos de todos los africanos muertos en el mar durante la larga travesía en los barcos negreros.  Pero, cualquiera que sea lo que nos provoque este detalle de la obra, tendría poco que ver, o sólo colateralmente, con los contenidos estéticos que proponían los artistas “matéricos” de los ya lejanos 50´s, Tápies, Burri, Antoni Clavé, etc., aunque sin duda fueron ellos quienes lo introdujeron o lo hicieron popular como recurso. A diferencia de estos artistas, en la obra de Roberto Diago el material está cargado de significados y sugerencias locales de carácter histórico, religioso, de denuncia social, racial, política, y por supuesto, también de esperanza.

-De la serie “Donde el dolor no duele”, 2003

-A mal tiempo buena cara, 2005

La obra fotográfica de Roberto Diago –lamentablemente no muy abundante-- es directa, sincera, sin grandes regodeos estéticos. Uno siente que existe una especie de alianza secreta, una complicidad entre el retratado y el fotógrafo, algo  que muchas veces no llegan a lograr otros fotógrafos. Ya sea como parte de sus grandes cajas de luz, hechas de toscas maderas ensambladas (como esas casas desvencijadas que uno encuentra en muchos barrios marginales), o cuando se trata de simples fotos, en la que a veces el propio retratado ha inscrito un mensaje de su puño y letra, la fotografía de Diago tiene la peculiaridad de haber captado a las personas negras tal y como son, en sus actitudes cotidianas, sin darles tiempo a asumir ninguna pose. El rostro de los retratados refleja su verdadero estado anímico, y bajo su sonrisa –si la hubiera-- puede leerse su malestar o por el contrario, su orgullo, su satisfacción de ser representado con objetividad y no edulcorado, ni (mal) “traducido”. En algunos casos, adicionalmente a la fotografía, el artista conserva un registro filmado de lo que el retratado le contó sobre su vida, sus sufrimientos, sus dificultades, como sucede con la foto perteneciente a la serie “Donde el dolor no duele”.

-Tu lugar, 2006

-El hijo del monte, 2008

En otras obras  como Tu lugar, 2006 y El hijo del monte, 2008, también pertenecientes a la colección de la familia von Christierson, Roberto Diago ha presentado una imagen mucho más amable o menos conflictiva del negro, quien en esta ocasión simplemente reclama un lugar tranquilo en la tierra, ya sea en la ciudad o junto a la naturaleza. Con referencia a su exposición Un lugar en el mundo, celebrada en la Galería Villa Manuela de la UNEAC en el 2009, Diago responde a una provocación del crítico David Mateo sobre la ausencia en estas obras de su habitual agresividad y de su fuerte crítica a los problemas de la desigualdad racial:  “Siempre se tiende a enmarcar el tema racial, el tema negro, desde la marginalidad, y esta exposición a contrapelo de eso, habla de un lugar en el mundo, ese lugar tranquilo que siempre tuvieron nuestros ancestros, nuestros padres, abuelos, nuestras madres”[X]. No obstante su opinión, que quizás idealiza inconscientemente la situación real de la mayoría de las familias negras cubanas, creo que Diago nos deja señales para sospechar la existencia soterrada de mensajes críticos en esos rostros sin boca, o en esos soportes fragmentarios, hechos de parches, que acaso se refieran a los trasfondos de pobreza, de desventaja que las personas negras todavía confrontan, lo cual les obliga a tener que  armar su mundo a partir de retazos, como sucede con esas sobrecamas que vemos en muchas casas humildes.

En ese contexto, la ausencia de bocas en sus figuras quizás también pueda entenderse como una alusión a la dificultad que aún tienen las personas negras para articular abiertamente su discurso, para expresar sus malestares, para contar su historia con sus propias palabras, sin que hablen por ellas, o las manden a callar o las censuren, como tantas veces ha ocurrido. ¿O la ausencia de boca tiene que ver con esa frase tan popular en Cuba que se utiliza cuando alguien está comiendo y no ofrece o invita?: “¿Y acaso yo tengo la boca cuadrada?” Y aunque la presencia de esos rostros esquemáticos, a veces con un ojo rectangular y otro circular, puedan recordarnos las máscaras africanas es quizás porque nuestra memoria está cargada más de la cuenta con esas viejas referencias, pero en su caso son siempre rostros humanos esquematizados, y no máscaras afro-exóticas. Son rostros de personas negras cubanas que miran la realidad que les rodea de manera distinta a como ellas mismas son miradas, muchas veces de forma despectiva o en el mejor de los casos, con paternalismo, con simple tolerancia.

Si nos acercamos ahora a algunas de las nuevas obras de Roberto Diago, las que realizó desde el 2012 en adelante, muchas de ellas pertenecientes a series como “Entre líneas”, “El poder de tu alma”, “El rostro de la verdad”, “Desde el silencio”, “La paz de tu alma”, uno puede pensar que efectivamente han ocurrido algunos cambios importantes. Sobre todo porque han desaparecido, se han esfumado, muchas de las referencias concretas (en otros momentos al menos insinuadas, sugeridas, y a veces directas) a problemas de la racialidad o a la religiosidad afrocubanas. A simple vista, el gusto por las formas, por las dimensiones, por el color, por las texturas, por los volúmenes se ha ido adueñando de todo el panorama y ha ido dejando casi absolutamente al margen la representación de figuras, de rostros, de arboles, de casas, de vasijas, incluso de textos, de mensajes escritos, de pequeños signos gráficos, que después de todo eran los elementos de un discurso que, aunque simplificado, sintético, permitían una mayor legibilidad.

Por supuesto que cualquier lenguaje visual, ya sea pictórico, escultórico, fotográfico es siempre traducible, descifrable, interpretable (de lo contrario no sé que hemos estado haciendo los que escribimos sobre arte), aunque nunca se trate de traducciones literales. Y el objetivo de esas traducciones es (o debiera ser) siempre el mismo: facilitar la comprensión y el disfrute de las obras  de arte. Pero ¿qué hacer, qué decir cuando hay solo infinidad de retacitos de tela blanca pegados unos junto a otros sobre un enorme lienzo también inmaculado, blanco? ¿Cómo evitar definir todo esto como el resultado de un impulso abstracto? ¿Y cómo explicar o traducir lo abstracto?, ¿y a fin de cuentas, para qué?

En caso de que quisiéramos hacerlo, contamos en Cuba con significados simbólicos muy fuertes relacionados con el “color” blanco, vinculados a la figura del orisha Obbatalá, escultor del ser humano, dueño de las cabezas, de los pensamientos, personificación de  la paz, la justicia, el equilibrio, la equidad, y también de la belleza y el refinamiento. Me parece mucho mejor que echemos mano a estos significados que a los que provienen de la historia de la pintura abstracta occidental y al manoseado ejemplo del “Blanco sobre blanco” de Malévich. Hay en el mundo muchas tradiciones no figurativas, donde la representación está ausente, y a las que sin embargo no les acomoda muy bien esa definición genérica de “abstracto”, ya que, por el contrario, los objetos e imágenes realizados dentro de esas tradiciones están repletas de información, de significados, de sentidos. Y aprovecho para decir que buena parte de la sensibilidad estética del cubano ha sido formada precisamente por la presencia, por la cercanía, por la inmediatez de tradiciones simbólicas, míticas, religiosas de origen africano, las cuales nos permite acercamientos propios, muy característicos a la infinita variedad material y espiritual que es manejada por el arte, y que nos provee de comprensiones muy particulares de lo material, de lo formal, de lo cromático, de lo numérico, de lo espacial, que utilizamos (a menudo de manera inconsciente) tanto en el momento de la creación como en el de la lectura o interpretación de las imágenes artísticas.

¿Qué podrían significar entonces –ya que hablamos de la importancia de estos  simbolismos locales, vernáculos-- esas pequeñas trenzas de tela blanca que Diago ha pegado sobre el lienzo, o esa otra trenza gigantesca colocada verticalmente frente a la pared negra de la galería y que la iluminación logra hacer aún más dramática? Sin descontar su evidente parentesco con los queloides que dejan las heridas sobre la piel de las personas negras, también puede pensarse en los dreadlocks provenientes de la cultura Rastafari, popularizados luego como emblemas de identidad racial por la comunidad afro-descendiente a nivel mundial. Así también –para aquellos que conocen más de cerca las tradiciones yorubas presentes en la práctica religiosa de Ocha-Ifá— esa enorme tira de tela trenzada colocada por Diago de piso a techo parece estar evocando aquella mítica soga o cadena que comunicaba a Orun con Aiyé, al cielo con la tierra, es decir, al mundo invisible con el de lo visible, y por la cual descendían los orishas antes que dicha comunicación fuera interrumpida.

Para el siempre intrigado y curioso público “general” (eufemismo utilizado para aludir al espectador poco familiarizado con las complejidades del arte moderno y contemporáneo) pero buen conocedor de su propia realidad cotidiana, ¿qué pudiera estar expresando el artista con esa enorme muralla hecha con recortes de latones de 55 galones? ¿O de tablas ya usadas, desclavadas de sabe dios qué construcciones previas, que dejan ver sus maltratos, sus despintes, sus huecos, sus heridas? Creo que si algo tienen en común todas estas obras de Roberto Diago hechas con latón y con tablas es el origen humilde de sus componentes, de sus materiales, y sobre todo su afinidad con una de las muchas variantes de esa “arquitectura de la necesidad” (como la llama el teórico y artista cubano Ernesto Oroza), que no es otra cosa que arquitectura de la pobreza, a menudo de la indigencia, como la que todavía se ve en muchos barrios de La Habana y de toda Cuba. ¿No es ése precisamente “el rostro de la verdad”, el discurso sin palabras, es decir, “desde el silencio” que se menciona en los títulos de ambas series? Estas obras nos remiten a aquella conocida instalación que el propio artista realizó en el 2010 titulada “Ciudad invisible”, compuesta por montones de casas esquemáticas, sin paredes, hechas solo con líneas exteriores, como las que son trazadas en el aire, con el dedo de la imaginación, del deseo, de la aspiración casi siempre frustrada por la ausencia de presupuesto y de materiales con qué realizarlas. Estas obras de Diago (“a pesar” de su aparente carácter abstracto) revelan, testimonian, y a su manera denuncian, la desnudez y la fragilidad que aún padecen muchos sectores de nuestra sociedad, especialmente la población negra. Son obras cuyos verdaderos contenidos se encuentran sumergidos, ocultos, y por eso hay que leerlos “entrelíneas”, pero sin duda alguna están allí presentes, y son más legibles, más comprensibles a través del arte que si aparecieran (y ya sabemos que nunca aparecen) reflejados en las páginas de nuestros periódicos o nuestros noticieros. 

Como se encargan de sugerir los títulos de sus series, de sus obras, así como por declaraciones hechas en entrevistas y conversaciones, Roberto Diago ha seguido remachando sobre los mismos clavos, es decir, insistiendo en los mismos problemas de la racialidad, de los conflictos raciales, de la desigualdad racial, y por supuesto, en la religiosidad afrocubana, que son los temas que le han interesado siempre y que han fomentado su importancia y su prestigio dentro del arte cubano. No obstante, la primera impresión que provocan sus obras actuales pudiera resultar equívoca, engañosa. ¿Se trata  verdaderamente de abstracciones o no? La ausencia o parquedad referencial, figurativa, anecdótica, que presentan sus imágenes, y paralelamente, el acompañamiento de alusiones verbales a la problemática racial y a las religiones afrocubanas ¿acaso son astutos recursos para lograr una obra doblemente eficaz, es decir, por un lado, dirigida a complacer a un público que necesita ver reflejados sus problemas y sus creencias, y por otro lado, capaz de seducir con su innegable encanto formal a un mercado global no interesado en esos localismos, en esos problemas y creencias, en esas denuncias y comentarios sociales? Pero si así fuera, si su obra fuera capaz de convencer a Dios y al Diablo, de pasar de contrabando tales contenidos y diseminarlos en el mundo a través del mercado, ¿no estaríamos presenciando el arribo de un atinado Caballo de Troya, cuyo relincho triunfal debiéramos escuchar con más frecuencia entre nosotros?

Cuando en un cuadro completamente negro como “La piel que habla” Roberto Diago representa (o dice que representa) metafóricamente la espalda de un negro esclavo surcada a latigazos, está convirtiendo, transmutando una tela “abstracta” en algo dolorosamente “concreto”, y no solo en el orden físico, material, sino histórico, porque los latigazos del pasado siguen siendo escuchados y sufridos ahora mismo como latigazos del presente. Diago estaría además convirtiendo una pintura, es decir, un objeto planimétrico en uno volumétrico, escultórico, o mejor aún, corpóreo, en un cuerpo humano, pues lo que realmente vemos (o imaginamos que vemos) ya no es el simple cuadro, sino una enorme espalda, una espalda negra de 3 metros de alto por 2 metros de ancho.

De manera que quizás debamos ser menos suspicaces, menos desconfiados. La obra de Roberto Diago ha sufrido cambios, y seguirá “sufriéndolos” (o disfrutándolos, y beneficiándose de ellos) pero son transformaciones y depuraciones que ocurren en la superficie, en la apariencia, que es el terreno propio de lo estético, pero que no tienen por qué afectar el campo de lo ético, de lo político, ni el de lo espiritual y lo religioso, que son cualidades situadas en capas mucho más profundas y estables de la conciencia y la sensibilidad de un artista. Sabemos que a pesar de que el lenguaje abstracto fue marginado, proscrito en nuestro país durante muchos años por ser visto como antipatriótico, la abstracción no es un delito, ni constituye necesariamente una zona de silencio, de abstención, ni una ausencia total de relatos provenientes de la realidad, y mucho menos un espacio de indiferencia con respecto a ellos. Pero, al parecer, aquellas falsas concepciones implantaron sus perniciosos virus en muchas cabezas. Las supuestas renuncias, abdicaciones o deslealtades que algunos alarmistas y fundamentalistas pudieran descubrir al contemplar la magnífica apariencia abstracta de estas obras actuales de Roberto Diago, sencillamente no son reales, ni forman parte de su programa, de sus intereses. Pero si lo fueran, estoy seguro que desde el lado de acá, desde nuestras lecturas y traducciones, y desde la comprensión que harían los sectores interesados (y necesitados) en verse reflejados en dichas obras, esos contenidos y significados supuestamente ausentes volverían siempre a ser restituidos, colocados de nuevo, una y otra vez en su justo lugar.

 

La Habana, 6 de marzo, 2015

 


[I] Catálogo Museo Nacional de Bellas Artes, Colección de Arte Cubano, La Habana, Scriba NetStudio, Zigram Art Project, Edizioni Industrialzone, 2008, pp148-149. Consultar también Memorias. Artes Visuales Cubanas del siglo XX, José Veigas, Cristina Vives, Adolfo V.Nodal, entre otros autores, California International Art Foundation, Los Ángeles, California, USA, 2001, p.134. Del autor, consúltese, Orlando Hernández, “Oscuridad de Roberto Diago”, Catalogo Tercera Bienal de La Habana, Centro Wifredo Lam, La Habana, 1989, pp. 222-226.
[II] Radamés Giro. Diccionario Enciclopédico de la música en Cuba, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2007, tomo 2, p.19.
[III] Radames Giro. Idem tomo 4, p.225.
[IV] Radamés Giro. Idem tomo 4, p.225-227.
[V] David Mateo. “No todos los negros tomamos café” Conversación con Roberto Diago, La Gaceta de Cuba, UNEAC, La Habana, mayo-junio 2003. También publicado en: David Mateo, Palabras en acecho, Ediciones Almargen, Editorial Cauce, UNEAC, Pinar del Río, 2005, pp.166-178.
[VI] Idem nota v.
[VII] Without Masks: Contemporary Afrocuban Art, The von Christierson Collection, Watch Hill Charitable Foundation, Johannesburg, 2010.
[VIII] Idem.
[IX] José Martí, Obras Completas tomo IV, 267-279, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963-1973. Se trata de un discurso pronunciado por el Héroe Nacional José Martí en El Liceo Cubano de Tampa, el 26 de noviembre de 1891 que es conocido por este título: “Con todos y para el bien de todos”.
[X] David Mateo. “Roberto Diago: un lugar en el mundo”. Entrevista. Revista Arte por Excelencias, 22, diciembre 2009.